Los cuentos del profe


Martingala

No puede fallar. Es fácil, extremadamente sencillo. “Se trata siempre de ir a más, lo importante es tener resto, se entiende”. Claro que se entiende hay que empezar de a poco, como cuando se arma un ovillo, y después seguir hasta que se desenrolla la madeja.
El problema era juntar el capital, había que tener una base sólida sino uno terminaba saliendo del juego antes de tiempo. ¿Cuánto? Y unos cien mil, doscientos mil pesos. Si se contaba con medio millón mucho mejor. Él no tenía esa cifra. De tenerla no estaría pensando en cómo salvarse para siempre.
Negro el 11.Primera docena, otra vez. ¡Increíble! Siete veces seguidas, más cuatro de segunda… ya tenía que caer la tercera. A no ser que el groupier se estuviera dando cuenta. En algún momento tenía que llegar.
La idea no lo abandonaba, esto no era como comprar un billete de lotería, porque esto no podía fallar, era lógica pura. “Se entiende, es ir a más, como si a uno no le importara perder. Lo que pasa es que a uno no le importa porque sabe que no se puede perder salvo parcialmente…”
Había que armar un plan. Su esposa no lo iba a apoyar, además de saberlo ella llamaría por teléfono, preguntaría, querría saber, tener precisiones. Ella también soñaba con una cosa así, ganar uno, dos, tres millones. “Uno no sabe cuan grande es el paquete, llegado a un punto se trata de intuición pura”.
Colorado el 35. Iba a caer, no más. Iba a caer. Ahora estaba frente a un verdadero problema. Había hecho todo tal como estaba planeado. Comenzó con una ficha de 20 pesos, y fue multiplicado por dos su apuesta once veces. Ahora que había caído tercera docena era como si hubiera ganado todas las manos. “Se entiende, no se puede perder. No sale, no importa, duplicás tu apuesta como si hubieras ganado. En la vuelta siguiente apostás tres fichas. No sale, no importa, en la siguiente apostás nueve, y así. Cuando cae es como si hubieras ganado siempre”. Esa mano con el colorado el 35, partiendo de 20 pesos y tras once manos en contra, fue como si ganará siempre le pagaron casi ciento noventa mil pesos. Hubo aplausos, sin embargo parecía no inmutarse.
Lo más importante era planificar todo el desarrollo, los sorprendidos deberían ser los otros, no él. No podía dejar nada librado al azar. Se aparecería con la plata, a montones y escucharía las preguntas ¿robaste un banco? ¿te lo encontraste? ¿en qué estás metido? Pero eso no era lo importante, porque el respondería con evasivas y después la plata todo lo consigue.
Su vida no era mala, era gris. Lo común. Un buen trabajo, una familia, un autito, vacaciones de quince días al año. No estaba mal, pero él soñaba en silencio con otra cosa. Con algo grande. Durante un tiempo pensó en dedicarse a hacer algo con lo que pudiera ganar notoriedad, algo que lo cubriera de gloria. Cuando paso el tiempo fue perdiendo las esperanzas, hasta que escuchó al tipo en el bar, que hablaba con su amigo y explicaba el procedimiento para hacer saltar la banca, “es seguro, no falla, ni acá ni en Las Vegas, es matemática pura…”
El tipo seguramente no tenía los cojones suficientes como para llevar adelante el plan, por eso seguía dándoles vuelta al asunto enfundado en un pullover gastado. Él en cambio lo haría.
Ahora tenía que dejar su apuesta, no cobrarla, esto era difícil. Ese era el plan, no podía tocar nada hasta no tener una base de quinientos mil pesos. Después se iría a comer como si nada, volvería a jugar por la tarde pero en otro casino y volvería a empezar, pero con la plata de la hipoteca a salvo. “No va más…”
Dedicó cada rato libre, cada café, cada excursión al baño para construirlo todo. Cuando fue al banco a hipotecar su casa, que era la casa de sus viejos, la casa en la que había crecido y en la que crecían sus hijos, el corazón latió aceleradamente. “Veinte años al 28% anual, un capital de doscientos mil pesos… señor usted debe afrontar una cuota mensual de entre 2500 y 3000 pesos…” El ganaba cinco lucas, no podía pagar esa suma, pero que importaba, devolvía todo en una cuota y listo, “por cancelación anticipada se descuentan intereses sobre capital tomando como referencia la tasa de…”
Él ya pensaba en cómo falsificar el recibo de sueldo. Cómo sacar la escritura sin que nadie lo note, dónde poner la plata hasta que pudiera viajar. Todo eso era lo más difícil, el resto era un trámite. No podía fallar.
Hubo un murmullo, el ruido de la bolilla que tintineaba y tuvo la sensación de que todo el mundo podía escuchar los latidos de su corazón, que a esa altura era un máquina a vapor desbocada. Después cuando la bolilla cayó el silencio fue atroz. “Negro el veintiséis” Los aplausos volaron los cuatro rincones. Había ganado más de seiscientos mil pesos. Era tiempo de tomar un descanso, de retirar lo que no le pertenecía y volver a empezar. Sin embargo sintió que quedaba mucho hilo en la madeja.
¿Si fallaba? Saltaba por la ventana, qué se yo. Se iba a trabajar de mozo los sábados y domingos como cuando nació Lucía, de algún roto se armaría un descosido.
Cuando todo estuvo listo, cuando tuvo la plata de la hipoteca, pidió el día en el trabajo, Salió de su casa como todas las mañanas. Se despidió de su esposa con un beso, llevó a la nena al colegio, y agarró la autopista pero en ver de bajar en la avenida Entre Ríos, siguió derecho hasta la autopista del sur, empalmó con la ruta dos. Al mediodía estaba en Mar del Plata. Para hacer las cosas, había que hacerlas bien. Se alojó en el hotel del casino. Se baño, se puso ropa cómoda, bajo con el maletín con doscientos mil pesos y fue a la caja a cambiarlo por fichas. Después eligió una mesa. Se sintió como César ante el Rubicum “alia iacta est”, pensó.
Nadie podrá nunca saber por qué lo cierto es que improvisó sobre la marcha y no sólo dejó sobre la tercera docena todo lo ganado, sino que además volcó sobre el 33 los cientoypico miles de pesos que le quedaban. Era todo o nada, su destino se resolvería en poco más de un minuto. La sorpresa atrajo a todos los que rondaban el lugar, se sintió bajo un haz de luz cegador y creyó que probablemente de ese modo se sentirían las estrellas de rock antes de comenzar un recital, que así se sentiría un condenado a muerte frente a un pelotón, un científico al descubrir lo que nunca nadie antes había notado.
Mientras la bola rodaba y el groupier gritaba que no se recibían más apuestas pensó en su hija, su esposa, su trabajo, su padre, su casa, su vida entera se le agolpó en las sienes.
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Subió a la habitación con paso lento. Con la tarjeta magnética abrió la puerta. Sobre la cama había un bombón y un bouquet floral. A los pies, en un puf una canasta de frutas que no recordaba haber pedido, ni haber visto antes. Apoyo los maletines en el suelo, primero, en la cama después. Se acercó a la ventana, la abrió de par en par y un aire de salitre le inundó los pulmones. Estaba en el séptimo piso, tuvo vértigo y temor.
Cerró los ojos, se escuchaban las respiraciones agitadas de quienes nada habían arriesgado, de quienes nunca se habían animado. Era una cuenta regresiva hacia el cielo o el infierno, era un punto sin retorno, pudo sentir la sangre inundando cada vaso capilar y una retracción general, contuvo su respiración y después ya no tuvo un registro claro de lo que sucedió.
Las exclamaciones y los aplausos volaron como cuervos por todo el salón, acompasando el grito del groupier: “Colorado el 33”. Él ya no era él, no era el de antes, no volvería a serlo, sabía que no podía fallar, eso lo había sabido siempre, pero esto no se lo esperaba. Sintió la envidia, la codicia, el deseo, la ambición, el ruido de las fichas por algo más de seis millones de pesos y respiró profundo. Lo había hecho, por una vez lo había conseguido.


Cuando sonó el teléfono en su casa la que atendió fue la esposa. Ella temía algo malo, no se había podido comunicar durante todo el día al celular de su marido, pero nunca imaginó lo que desde el otro lado del auricular tenían para decirle. El cuerpo de su marido yacía en la avenida costanera en Mar del Plata, en su habitación, sobre la cama dormían más de seis millones de pesos y una nota con letra desprolija pidiendo perdón.
Ella no comprendió nada en ese momento y no lo comprende aún hoy, yo tampoco lo entiendo. Quisiera saber qué paso por la mente de ese hombre antes de saltar al vacio, después de vencer al vétigo y al temor, quisiera saber si se creyó inmortal, todo poderoso, o si por el contrario abrumado por su finitud supo que ya el destino no le depararía ninguna martingala con que vencerlo.

Sergio García
(Noviembre de 2009)