Lecturas recomendadas

Estimados Alumnos:

En la sección biblioteca digital se han cargado dos textos del escritor recomendado para estas vacaciones: Manuel Puig. Nacido en 1932 en la pampa seca, aportó a la literatura argentina la frescura de su pluma y su desfachatez absoluta.
Amante del cine, cultor del pastiche, Puig consiguió popularidad y reconocimiento de la crítica a la vez. Descubran su literatura, sumérjanse en su mundo.

Felices Vacaciones - El Profe


EL CANON ARGENTINO – Tomás Eloy Martínez

Harold Bloom, un catedrático de Yale célebre por su megalomanía y sus arbitrariedades, volvió a poner de moda, hace un par de años, el debate sobre el canon de la literatura occidental. A Buenos aires llegaron algunos ecos de la polémica, pero nadie trató de aplicarla a la literatura argentina. Es comprensible, porque no hacía falta.
El tema del canon ha estado presente en la mayoría de las discusiones intelectuales desde el Centenario, y parte del prestigio de publicaciones históricas como las revistas Nosotros, Sur, Contorno, Primera Plana o el de este mismo suplemento derivan del papel activo que asumieron en la consagración, canonización y negación de algunos escritores fundamentales.
En estos finales de siglo, después de incontables y caprichosas variaciones del canon impuestas por la crítica o las cátedras de literatura argentina, son los lectores -parece- los que están reorganizando el mapa de los grandes textos y los que deciden qué se puede dejar de lado. Cada lector, después de todo, va elaborando su propio canon a lo largo de la vida, teniéndolo con los libros que relee por pasión o por deseo, a sabiendas de que otros libros canónicos se le irán quedando en el camino.
Cualquier argentino más o menos ilustrado sabe que El Matadero, Facundo, Recuerdo de provincia, Una excursión a los indios ranqueles yMartín Fierro son los textos ineludibles del siglo XIX, pero la mayoría empieza acercándose a ellos por obligación, porque en toda lectura hay un principio de placer pero también de necesidad y de urgencia.
¿Qué se entiende por canon, después de todo? Según el Diccionario de Autoridades (1726), la palabra viene del griego y significa "regla o alguna cosa que se debe creer u observar en adelante". Canon sería, por lo tanto, una variante de dogma; es decir, de algo que está en la antípodas de la libertad encarnada por la literatura.
Pero esa definición tiene que ver con los docentes, no con los lectores. Para todo lector, el canon es un ancla, una certeza: aquello de lo que no se puede prescindir porque en los textos del canon hay conocimientos y respuestas sin los cuales uno se perdería algo importante. El canon confiere cierta seguridad a los lectores, les permite saber dónde están parados, cómo es la realidad a la que pertenecen, cuáles son los textos que no deben ignorar.
Un canon argentino basado sobre tal principio no podría excluir -en este fin de siglo posterior a Borges, Bioy Casares, Cortázar, Bianco y Manuel Puig- los poemas de Juan Gelman y de Néstor Perlongher, los cuentos de Rodolfo Walsh, las tres primeras y la última novela de Osvaldo Soriano,Respiración artificial y Crítica y ficción de Ricardo Piglia, La vida entera yLa máquina de escribir de Juan Martini, El entenado y los poemas de Juan José Saer, Canon de alcoba de Tununa Mercado, La revolución es un sueño eterno de Andrés Rivera, Fuegia de Eduardo Belgrano Rawson, Luz de las crueles provincias de Héctor Tizón y los poemas de Enrique Molina, Olga Orozco y Amelia Biagioni, por citar sólo autores que han pasado ya los cincuenta años o que -en un par de casos- han alcanzado reconocimiento póstumo.
Muy pocos de esos libros van a prevalecer, sin embargo, en la memoria implacable de los lectores. Menos aún van a ser releídos. Un personaje deRespiración artificial exponía la duda de manera más explícita: "¿Quién de nosotros escribirá el Facundo?" Hay otro modo de formular la misma pregunta: ¿Cuál de esos textos tendrá el destino central que aún tiene elFacundo?
Desde el Centenario, la literatura argentina dispuso siempre de una obra dominante, a menudo inimitable, a partir de la cual se organizaban todas las demás. Harold Bloom ha escrito que el último de nuestros grandes escritores canónicos, Borges, tiene más "fuerza de contaminación que casi ningún otro en este siglo[...] Si se lee a Borges con atención y con frecuencia, cualquiera se convierte en borgiano, porque cuando se lo lee se activa una conciencia de la literatura en la que él ha ido más lejos que ningún otro".
Este es uno de los problemas centrales que me propongo analizar en este artículo: el del canon argentino dominado por la sombra terrible de Borges. No estaría de más, sin embargo, intentar antes un ligero repaso de los precursores.

El primer libro canonizado fue Martín Fierro, al que Ricardo Rojas y Leopoldo Lugones compararon con el Mio Cid y la Chanson de Roland. Lugones quería elegir un texto que, además de su importancia literaria, tuviera un valor patriótico instrumental y expresara "la vida heroica de la raza" o las esencias argentinas amenazadas por los aluviones migratorios. Ese fue el objetivo de las seis conferencias que dictó en el teatro Odeón, a mediados de junio de 1913, a las que asistieron todos los que eran algo o alguien en Buenos Aires, incluyendo a Roque Sáenz Peña, presidente de la República. La cultura, en esos tiempos (y no la economía, que andaba sola), era el punto de inflexión para entender el país, el elemento que permitía tomar conciencia de quiénes o qué éramos.
  Desde su cátedra de literatura argentina en la Universidad de Buenos Aires, Ricardo Rojas situó también a Martín Fierro en el núcleo de su propio canon y, en los ocho tomos de La literatura argentina que comenzaron a publicarse en 1917, y además incluyó en la lista de lecturas obligatorias a escritores valiosos que, si bien habían tenido el infortunio de publicar sus obras en la provincia, parecían formar parte de la misma tradición.
  Rojas fue el primero y el último que se atrevió a ensanchar los márgenes de las letras nacionales. Después de él -y todavía ahora- la enseñanza de la literatura se concentra sólo en los que escriben o publican en la pampa húmeda, como si no hubiera país más allá de esa frontera imprecisa. El desdén ha ido soslayando -o sepultando- la obra de creadores provincianos como Hugo Foguet o Manuel Castilla, víctimas de la insolencia y del descuido. Si no fuera por la pasión de los jóvenes de Poesía Buenos Aires, que reivindicaron al entrerriano Juan L. Ortiz en los '50, o por la audacia del editor Carlos Prelooker, que publicó en 1956 Zama, del mendocino Antonio di Benedetto, tal vez ambas obras yacerían ignoradas.
No hay, creo, mejor ejemplo de esa arrogancia que la respuesta de Victoria Ocampo cuando la entrevisté para la revista Primera Plana en 1966. En algún momento del diálogo le pregunté por qué Sur nunca había sido hospitalaria con la obra de Roberto Arlt. Me contestó olímpicamente: "Porque Arlt no se acercó a nosotros". Buscar el centro, situarse junto al centro aunque uno camine por el costado: tal era -y sigue siendo- la idea del poder en la literatura argentina. Para Victoria Ocampo, como para muchos críticos y profesores que son sus epígonos, el centro de la literatura no está en quienes la hace o la leen sino en los que vicariamente escriben sobre ella.

Lugones situó a Hernández en el centro del canon y Borges puso a Lugones en el mismo lugar, casi medio siglo más tarde. La operación de Borges fue ingeniosa. En el prólogo de El hacedor (1960) proclamó la grandeza de Lugones, a la vez que se declaraba su heredero. Nadie dudaba entonces de que Borges era superior a su modelo, pero a él le preocupaba menos reivindicar a ese precursor -ya vetusto y sin imitadores- que establecer su propia obra como paradigma de lo que debía ser la literatura argentina.
En la clase que dictó el 7 de diciembre de 1951 en el Colegio Libre de Estudios Superiores, Borges preparó a la perfección el terreno. Esa clase, taquigrafiada por un oyente anónimo, fue luego corregida por el autor y publicada en la revista Sur (enero-febrero 1955) con su título definitivo: "El escritor argentino y la tradición".
La clase era un acto de protesta contra el nacionalismo peronista de aquellos años. Tendía a demostrar que el color local o la inclusión de ciertos "rasgos diferenciales" no eran suficientes para definir un libro como argentino. Según Borges, La urna de Enrique Banchs, en la que improbables ruiseñores se asoman a los suburbios de Buenos Aires, es una obra tan argentina como Martín Fierro. "Nuestro patrimonio es el universo", dictaminaba, con razón.
  Aunque la conferencia ocupa sólo siete páginas de las Obras Completas, influyó sobre la literatura argentina posterior con más énfasis que ningún otro instrumento teórico o ejercicio narrativo. Algunos de sus efectos han sido beneficiosos. Señalar que la literatura es alusión, elusión, callar lo que se sabe, fue una eficaz defensa contra las facilidades del costumbrismo, cuyos estragos son visibles en la novela latinoamericana de los años '50. Suponer que la cultura argentina puede apropiarse, con irreverencia y sin complejos, de "toda la cultura occidental", permitió entender cuánto de argentino había en el París de Rayuela y en los Cárpatos y Permanbucosde Alejandra Pizarnik.
  Otro párrafo de la conferencia, en cambio, ha resultado letal. Es el que afirma, para defender a Banchs, que La urna debe su identidad argentina al "pudor" y a "la reticencia" que adornan sus páginas. Exponer los sentimientos, escribirlos, no era -suponía Borges- literario ni argentino. Para evitar los equívocos, vale la pena citar la frase completa: "[É] la circunstancia de que Banchs, al hablar de ese gran dolor que lo abrumaba, al hablar de esa mujer que lo había dejado y había dejado vacío el mundo para él, recurra a imágenes extranjeras y convencionales como los tejados y los ruiseñores, es significativa: significativa del pudor, de la desconfianza, de las reticencias argentinas; de la dificultad que tenemos para las confidencias, para la intimidad".
Hacia la misma época, y durante mucho tiempo, Borges insistió en que la vastedad de su renombre nada tenía que ver con el ritmo parco al que se vendían sus libros, y se vanaglorió de que Historia de la eternidad hubiera tenido sólo treinta y siete compradores en un año. Hablaba con desdén de la difusión masiva de su obra. "Eso no tiene importancia", dijo. "A nadie le interesa eso, salvo a los que no son escritores".
La combinación de ambas afirmaciones ha tenido una influencia decisiva sobre la literatura argentina de las últimos tres décadas y ha causado una confusión que sólo ahora empieza a disiparse.
El mandato que Borges deslizó en la clase de 1951 fue acatado de inmediato. Para ser argentino, para ser un "escritor de acá", era preciso negarse a ser sentimental o a escribir libros que sufrieran la desventura de vender algunos miles de ejemplares. Muchas de las mejores novelas que se publicaron desde entonces en Buenos Aires abusaban de la paciencia del lector y buscaban provocativamente su tedio y su desconcierto. Algunas, también, borraban cuidadosamente hasta la más inocua expresión de los sentimientos, como si se tratara de algo ajeno a la condición humana. Poner distancia, volverle las espaldas al lector era, se ha dicho, la marca de lo literario en un texto.

A comienzos de los años '70, la obra de Manuel Puig fue leída con recelo precisamente porque incurría en la doble falta de encabezar las listas de best sellers y de caer -no importaba que lo hiciera con intención paródica- en las facilidades de lo sentimental. Rodolfo Walsh, como Arlt en los años '30, tuvo el infortunio de llamar la atención con una investigación periodística notable, Operación masacre. Ese desliz hizo que su reconocimiento como narrador de primer orden tardara más de la cuenta. Sólo ahora, treinta años después de Los oficios terrestres -su primer libro de relatos- todos se suben al carro de su triunfo.
En 1966, él y el Cortázar de Rayuela, como después el Puig de Boquitas pintadas, fueron estigmatizados por algún profesor como ejemplos de autores que iban en pos del marketing. Ahora, esos mismos detractores se han convertido en cruzados de la fe que los canoniza.
Borges tenía razón al decir que los escritores de verdad no buscan el éxito. Si lo hicieran, nunca lo encontrarían. Pero también es verdad que hay una cierta sintonía entre los libros que van a sobrevivir y la época en que se publican: esa coincidencia deriva, a veces, en ventas masivas, como sucedió con todos los grandes textos argentinos del siglo XIX y como sigue sucediendo con Arlt, con Don Segundo Sombra, con La invención de Morel de Bioy y con la obra entera de Borges. Las listas de best sellers no son -ni por asomo- brújulas del canon pero, a la inversa, es raro el libro canónico que, al menos en la Argentina, no haya logrado la aceptación de los lectores. Sucedió con textos difíciles como Los lanzallamas, El hacedor, El informe de Brodie, Rayuela, La traición de Rita Hayworth, y está sucediendo ahora con El farmer, al que nadie podría acusar de seducción demagógica.
Ese texto, así como los relatos de Soriano, Martini, Piglia, Belgrano Rawson, Tizón y los poemas de Gelman, han empezado a disolver el tejido que separaba la literatura argentina de su público natural y a restablecer el contacto perdido desde que las Obras Completas de Borges, precisamente, agotaron en pocas semanas su primera edición de diez mil ejemplares.
Un libro canónico no es sólo el que se busca para releer sino el que provoca la relectura. Lejos de someterse al lector, lo estimula, excita su inteligencia, lo llena de preguntas. Si al cabo de diez años ya nadie quiere volver a él, puede que nadie vuelva nunca más. Ese rechazo ha sucedido con autores que parecían haber nacido canónicos, como Arturo Capdevila, Manuel Gálvez, Eduardo Mallea, H. A. Murena, a los que el tiempo va convirtiendo en cenizas. Sucede ahora con otros que hace dos o tres décadas parecían candidatos seguros a la celebridad.
El canon -sobre todo en la inestable Argentina- es una pregunta perpetua, algo que cada lector hace y rehace día tras día. Tiene un tronco estable, en el que están Sarmiento, Hernández, Lugones y Borges, pero las ramas caen y se levantan al compás de cualquier viento. No hay que lamentarse por esas incertidumbres, puesto que son un signo de libertad. ¿Acaso la libertad, al fin de cuentas, no ha sido siempre el otro nombre de la literatura?

Civilización y Barbarie en 450 Palabtras

La literatura argentina tiene sus raíces en la confrontación entre el campo y la ciudad y su correlato ideológico: la civilización y la barbarie. Podemos tomar como ejemplos El Matadero, Facundo y Martín Fierro, textos fundacionales que marcaron las claras posturas de sus autores en torno a esta problemática.
En primer orden, Esteban Echeverría, nos sitúa en el Matadero de la Convalecencia, desde allí –con mirada europeizante- observa la barbarie imperante en el lugar. Los federales con su mazorca, su cohorte de "negras achuradoras" y matarifes salvajes representan la barbarie en estado puro. Pero, ante la aparición de un "unitario" (símbolo de civilización) el impulsor del Salón Literario de 1837 deja en claro que el grave problema es que esta barbarie se impulsa desde el poder: el juez (que representa a Rosas) es el aval oficial de los atropellos. De esta manera queda en claro la gravedad de la situación que tiene "su foco en el matadero”, "metáfora del país" nuestro cuento fundacional.
El eje del análisis de la realidad decimonónica del “padre del aula”, Domingo Sarmiento, es el conflicto entre civilización y barbarie. El ex presidente trata de analizar la cuestión con objetividad pero no puede hacerlo, sus ojos son los del civilizado que se siente agredido por los bárbaros federales, los del que reclamando “las ideas no se matan” debió dejar el país para encender su pluma desde la prensa libre de Chile. Sarmiento describe al caudillo como la mayor amenaza del impulso civilizador, éste personaje (encarnado en Facundo) es su rival a vencer aunque más no sea desde el formato ensayístico y sobre él disparará sus dardos y una predicción nefasta: todo está determinado por el paisaje que nos rodea.
Finalmente, José Hernández ofrece un punto de vista completamente distinto a los casos anteriores y corre al gaucho del espacio bárbaro pero lo traslada sólo hasta la frontera. Desde los ojos y el sentir de su gaucho, Martín Fierro, Hernández nos muestra las consecuencias que padecen los que son víctimas de la confrontación entre el campo y la ciudad. Mestizos, sin pertenencia, sin tierra ni destino tratan de erigirse en alternativa totalizadora que busque la complementariedad en vez de la antinomia.  Fierro, padecerá a manos de unos y otros, de civilizados y bárbaros y a través de su superación tratará de sobreponerse a la frontera a la que está marginado.
Hemos visto cómo de diferente modo, la confrontación entre la civilización y la barbarie (el campo y la ciudad) es el eje de nuestra literatura en su era fundacional. Esta antinomia la hemos sostenido a través de todo este tiempo. Probablemente sea el momento de parir la unidad en vez de la división educándonos con este fin.

Me Sacan Canas Violetas

Mis alumnos de Tercero Economía del Instituto Ballester. 
Terribles pero entrañables. Gracias Chicos

El concepto de ficción (J.J. Saer)

de "El concepto de ficción", publicado por Ariel. © 1997 J.J.Saer ©1997 Espasa-Calpe Argentina/Ariel



Nunca sabremos cómo fue James Joyce. De Gorman a Ellmann, sus biógrafos oficiales, el progreso principal es únicamente estilístico: lo que el primero nos trasmite con vehemencia, el segundo lo hace asumiendo un tono objetivo y circunspecto, lo que confiere a su relato una ilusión más grande de verdad. Pero tanto las fuentes del primero como las del segundo o entrevistas y cartas o son por lo menos inseguras, y recuerdan el testimonio del «hombre que vio al hombre que vio al oso", con el agravante de que para la más fantasiosa de las dos biografías, la de Gorman, el informante principal fue el oso en persona. Aparte de las de este último, es obvio que ni la escrupulosidad ni la honestidad de los informantes pueden ser puestas en duda, y que nuestro interés debe orientarse hacia cuestiones teóricas y metodológicas.


En este orden de cosas, la objetividad ellmaniana, tan celebrada, va cediendo paso, a medida que avanzamos en la lectura, a la impresión un poco desagradable de que el biógrafo, sin habérselo propuesto, va entran do en el aura del biografiado, asumiendo sus puntos de vista y confundiéndose paulatinamente con su subjetividad. La impresión desagradable se transforma en un verdadero malestar en la sección 1932 1935, que, en gran parte, se ocupa del episodio más doloroso de la vida de Joyce, la enfermedad mental de Lucía. Echando por la borda su objetividad, Ellmann, con argumentos enfáticos y confusos, que mezclan de manera imprudente los aspectos psiquiátricos y literarios del problema, parece aceptar la pretensión demencial de Joyce de que únicamente él es capaz de curar a su hija. Cuando se trata de meros acontecimientos exteriores y anecdóticos, no pocas veces secundarios, la biografía puede mantener su objetividad, pero apenas pasa al campo interpretativo el rigor vacila, y lo problemático del objeto contamina la metodología. La primera exigencia de la biografía, la veracidad, atributo pretendidamente científico, no es otra cosa que el supuesto retórico de un género literario, no menos convencional que las tres unidades de la tragedia clásica, o el desenmascaramiento del asesino en las últimas páginas de la novela policial.


El rechazo escrupuloso de todo elemento ficticio no es un criterio de verdad. Puesto que el concepto mismo de verdad es incierto y su definición integra elementos dispares y aun contradictorios, es la verdad como objetivo unívoco del texto y no solamente la presencia de elementos ficticios lo que merece, cuando se trata del género biográfico o autobiográfico, una discusión minuciosa. Lo mismo podemos decir del género, tan de moda en la actualidad, llamado, con certidumbre excesiva, non-fiction: su especificidad se basa en la exclusión de todo rastro ficticio, pero esa exclusión no es de por sí garantía de veracidad. Aun cuando la intención de veracidad sea sincera y los hechos narrados rigurosamente exactos o lo que no siempre es así o sigue existiendo el obstáculo de la autenticidad de las fuentes, de los criterios interpretativos y de las turbulencias de sentido propios a toda construcción verbal. Estas dificultades, familiares en lógica y ampliamente debatidas en el campo de las ciencias humanas, no parecen preocupar a los practicantes felices de la non-fiction. Las ventajas innegables de una vida mundana como la de Truman Capote no deben hacernos olvidar que una proposición, por no ser ficticia, no es automáticamente verdadera.


Podemos por lo tanto afirmar que la verdad no es necesariamente lo contrario de la ficción, y que cuando optamos por la práctica de la ficción no lo hacemos con el propósito turbio de tergiversar la verdad. En cuanto a la dependencia jerárquica entre verdad y ficción, según la cual la primera poseería una positividad mayor que la segunda, es desde luego, en el plano que nos interesa, una mera fantasía moral. Aun con la mejor buena voluntad, aceptando esa jerarquía y atribuyendo a la verdad el campo de la realidad objetiva y a la ficción la dudosa expresión de lo subjetivo, persistirá siempre el problema principal, es decir la indeterminación de que sufren no la ficción subjetiva, relegada al terreno de lo inútil y caprichoso, sino la supuesta verdad objetiva y los géneros que pretenden representarla. Puesto que autobiografía, biografía, y todo lo que puede entrar en la categoría de non- fiction, la multitud de géneros que vuelven la espalda a la ficción, han decidido representar la supuesta verdad objetiva, son ellos quienes deben suministrar las pruebas de su eficacia. Esta obligación no es fácil de cumplir: todo lo que es verificable en este tipo de relatos es en general anecdótico y secundario, pero la credibilidad del relato y su razón de ser peligran si el autor abandona el plano de lo verificable.


La ficción, desde sus orígenes, ha sabido emanciparse de esas cadenas. Pero que nadie se confunda: no se escriben ficciones para eludir, por inmadurez o irresponsabilidad, los rigores que exige el tratamiento de la ¡verdad!, sino justamente para poner en evidencia el carácter complejo de la situación, carácter complejo del que el tratamiento limitado a lo verificable implica una reducción abusiva y un empobrecimiento. Al dar un salto hacia lo inverificable, la ficción multiplica al infinito las posibilidades de tratamiento. No vuelve la espalda a una supuesta realidad objetiva: muy por el contrario, se sumerge en su turbulencia, desdeñando la actitud ingenua que consiste en pretender saber de antemano cómo esa realidad está hecha. No es una claudicación ante tal o cual ética de la verdad, sino la búsqueda de una un poco menos rudimentaria.


La ficción no es, por lo tanto, una reivindicación de lo falso. Aun aquellas ficciones que incorporan lo falso de un modo deliberado o fuentes falsas, atribuciones falsas, confusión de datos históricos con datos imaginarios, etcétera o lo hacen no para confundir al lector, sino para señalar el carácter doble de la ficción, que mezcla, de un modo inevitable, lo empírico y lo imaginario. Esa mezcla, ostentada sólo en cierto tipo de ficciones hasta convertirse en un aspecto determinante de su organización, como podría ser el caso de algunos cuentos de Borges o de algunas novelas de Thomas Bernhard, está sin embargo presente en mayor o menor medida en toda ficción, de Homero a Beckett. La paradoja propia de la ficción reside en que, si recurre a lo falso, lo hace para aumentar su credibilidad. La masa fangosa de lo empírico y de lo imaginario, que otros tienen la ilusión de fraccionar a piacere en rebanadas de verdad y falsedad, no le deja, al autor de ficciones, más que una posibilidad: sumergirse en ella. De ahí tal vez la frase de Wolfgang Kayser: ¡No basta con sentirse atraído por ese acto; también hay que tener el coraje de llevarlo a cabo!.


Pero la ficción no solicita ser creída en tanto que verdad, sino en tanto que ficción. Ese deseo no es un capricho de artista, sino la condición primera de su existencia, porque sólo siendo aceptada en tanto que tal, se comprenderá que la ficción no es la exposición novelada de tal o cual ideología, sino un tratamiento específico del mundo, inseparable de lo que trata. Este es el punto esencial de todo el problema, y hay que tenerlo siempre presente, si se quiere evitar la confusión de géneros. La ficción se mantiene a distancia tanto de los profetas de lo verdadero como de los eufóricos de lo falso. Su identidad total con lo que trata podría tal vez resumirse en la frase de Goethe que aparece en el artículo ya citado de Kayser (¡¿Quién cuenta una novela?!): ¡La Novela es una epopeya subjetiva en la que el autor pide permiso para tratar el universo a su manera; el único problema consiste en saber si tiene o no una manera; el resto viene por añadidura!. Esta descripción, que no proviene de la pluma de un formalista militante ni de un vanguardista anacrónico, equidista con idéntica independencia de lo verdadero y de lo falso.


Para aclarar estas cuestiones, podríamos tomar como ejemplo algunos escritores contemporáneos. No seamos modestos: pongamos a Solienitsin como paradigma de lo verdadero. La Verdad- Por- Fin- Proferida que trasunta sus relatos, si no cabe duda que requería ser dicha, ¿qué necesidad tiene de valerse de la ficción? ¿Para qué novelar algo de lo que ya se sabe todo antes de tomar la pluma? Nada obliga, si se conoce ya la verdad, y si se ha tomado su partido, a pasar por la ficción. Empleadas de esa manera, verdad y ficción se relativizan mutuamente: la ficción se vuelve un esqueleto reseco, mil veces pelado y vuelto a recubrir con la carnadura relativa de las diferentes verdades que van sustituyéndose unas a otras. Los mismos principios son el fundamento de otra estética, el realismo socialista, que la concepción narrativa de Solienitsin contribuye a perpetuar. Solienitsin difiere con la literatura oficial del estalinismo en su concepción de la verdad, pero coincide con ella en la de la ficción como sirvienta de la ideología. Para su tarea, sin duda necesaria, informes y documentos hubiesen bastado. Lo que debemos exigir de empresas como la suya, es un afincamiento decidido y vigilante en el campo de lo verificable. Sus incursiones estéticas y su gusto por la profecía se revelan a simple vista de lo más superfluos. Y por otro lado, no basta con dejarse la barba para lograr una restauración dostoyevskiana.


Con Umberto Eco, las amas de casa del mundo entero han comprendido que no corren ningún peligro: el hombre es medievalista, semiólogo, profesor, versado en lógica, en informática, en filología. Este armamento pesado, al servicio de ¡lo verdadero!, las hubiese espantado, cosa que Eco, como un mercenario que cambia de campo en medio de la batalla, ha sabido evitar gracias a su instinto de conservación, poniéndolo al servicio de ¡lo falso!. Puesto que lo dice este profesor eminente, piensan los ejecutivos que leen sus novelas entre dos aeropuertos, no es necesario creer en ellas ya que pertenecen, por su naturaleza misma, al campo de lo falso: su lectura es un pasatiempo fugitivo que no dejará ninguna huella, un cosquilleo superficial en el que el saber del autor se ha puesto al servicio de un objeto fútil, construido con ingeniosidad gracias a un ars combinatoria. En este sentido, y sólo en éste, Eco es el opuesto simétrico de Solienitsin: a la gran revelación que propone Solienitsin, Eco responde que no hay nada nuevo bajo el sol. Lo antiguo y lo moderno se confunden, la novela policial se traslada a la edad media, que a su vez es metáfora del presente, y la historia cobra sentido gracias a un complot organizado. (Ante Eco, me viene espontáneamente al espíritu una frase de Barrés: ¡Rien ne déforme plus l'histoire que d'y chercher un plan concerté!.) Su interpretación de la historia está puesta de manera ostentosa para no ser creída. El artificio, que suplanta al arte, es exhibido continuamente de modo tal que no subsista ninguna ambiguedad.


La falsedad esencial del género novelesco autoriza a Eco no solamente la apología de lo falso a lo cual, puesto que vivimos en un sistema democrático, tiene todo el derecho, sino también a la falsificación. Por ejemplo, poner a Borges como bibliotecario en El nombre de la rosa (título por otra parte marcadamente borgiano), es no solamente un homenaje o un recurso intertextual, sino también una tentativa de filiación. Pero Borges o numerosos textos suyos lo prueban o, a diferencia de Eco y de Solienitsin, no reivindica ni lo falso ni lo verdadero como opuestos que se excluyen, sino como conceptos problemáticos que encarnan la principal razón de ser de la ficción. Si llama Ficciones a uno de sus libros fundamentales, no lo hace con el fin de exaltar lo falso a expensas de lo verdadero, sino con el de sugerir que la ficción es el medio más apropiado para tratar sus relaciones complejas.


Otra falsificación notoria de Eco es atribuir a Proust un interés desmedido por los folletines. En esto hay algo que salta a la vista: subrayar el gusto de Proust por los folletines es un recurso teatral de Eco para justificar sus propias novelas, como esos candidatos dudosos que, para ganar una elección local, simulan tener el apoyo del presidente de la república. Es una observación sin ningún valor teórico o literario, tan intrascendente desde ese punto de vista como el hecho, universalmente conocido, de que a Proust le gustaban las madeleines. Es significativo en cambio que Eco no haya escrito que a Agatha Christie o a Somerset Maugham les gustaban los folletines, y con razón, porque si pone de testigo a Proust para exaltar los folletines es justamente porque escribió A la recherche du temps perdu. Es detrás de la Recherche que Eco pretende ampararse, no del supuesto gusto de Proust por los folletines. Basta con leer una novela de Eco o de Somerset Maugham para saber que a sus autores les gustan los folletines. Y para convencerse de que a Proust no le gustaban tanto, la lectura de la Recherche es más que suficiente.


Mi objetivo no es juzgar moralmente y mucho menos condenar, pero aun en la más salvaje economía de mercado, el cliente tiene derecho a saber lo que compra. Incluso la ley, tan distraída en otras ocasiones, es intratable en lo que se refiere a la composición del producto. Por eso, no podemos ignorar que en las grandes ficciones de nuestro tiempo, y quizás de todos los tiempos, está presente ese entrecruzamiento crítico entre verdad y falsedad, esa tensión íntima y decisiva, no exenta ni de comicidad ni de gravedad, como el orden central de todas ellas, a veces en tanto que tema explícito y a veces como fundamento implícito de su estructura. El fin de la ficción no es expedirse en ese conflicto sino hacer de él su materia, modelándola ¡a su manera!. La afirmación y la negación le son igualmente extrañas, y su especie tiene más afinidades con el objeto que con el discurso. Ni el Quijote, ni Tristam Shandy, ni Madame Bovary, ni El Castillo pontifican sobre una supuesta realidad anterior a su concreción textual, pero tampoco se resignan a la función de entretenimiento o de artificio: aunque se afirmen como ficciones, quieren sin embargo ser tomadas al pie de la letra. La pretensión puede parecer ilegítima, incluso escandalosa, tanto a los profetas de la verdad como a los nihilistas de lo falso, identificados, dicho sea de paso, y aunque resulte paradójico, por el mismo pragmatismo, ya que es por no poseer el convencimiento de los primeros que los segundos, privados de toda verdad afirmativa, se abandonan, eufóricos, a lo falso. Desde ese punto de vista la exigencia de la ficción puede ser juzgada exorbitante, y sin embargo todos sabemos que es justamente por haberse puesto al margen de lo verificable que Cervantes, Sterne, Flaubert o Kafka nos parecen enteramente dignos de crédito.


A causa de este aspecto principalísimo del relato ficticio, y a causa también de sus intenciones, de su resolución práctica, de la posición singular de su autor entre los imperativos de un saber objetivo y las turbulencias de la subjetividad, podemos definir de un modo global la ficción como una antropología especulativa. Quizás o no me atrevo a afirmarlo o esta manera de concebirla podría neutralizar tantos reduccionismos que, a partir del siglo pasado, se obstinan en asediarla. Entendida así, la ficción sería capaz no de ignorarlos, sino de asimilarlos, incorporándolos a su propia esencia y despojándolos de sus pretensiones de absoluto. Pero el tema es arduo, y conviene dejarlo para otra vez.