Poemas necesarios


Oliverio Girondo (en Espantapájaros)




1
No se me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo; un cutis de durazno o de papel de lija. Le doy una importancia igual a cero, al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco o con un aliento insecticida. Soy perfectamente capaz de soportarles una nariz que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias; ¡pero eso sí! —y en esto soy irreductible— no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar. Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme!
Ésta fue —y no otra— la razón de que me enamorase, tan locamente, de María Luisa.
¿Qué me importaban sus labios por entregas y sus encelos sulfurosos? ¿Qué me importaban sus extremidades de palmípedo y sus miradas de pronóstico reservado?
¡María Luisa era una verdadera pluma!
Desde el amanecer volaba del dormitorio a la cocina, volaba del comedor a la despensa. Volando me preparaba el baño, la camisa. Volando realizaba sus compras, sus quehaceres.
¡Con qué impaciencia yo esperaba que volviese, volando, de algún paseo por los alrededores! Allí lejos, perdido entre las nubes, un puntito rosado. “¡María Luisa! ¡María Luisa!”... y a los pocos segundos, ya me abrazaba con sus piernas de pluma, para llevarme, volando, a cualquier parte.
Durante kilómetros de silencio planeábamos una caricia que nos aproximaba al paraíso; durante horas enteras nos anidábamos en una nube, como dos ángeles, y de repente, en tirabuzón, en hoja muerta, el aterrizaje forzoso de un espasmo.
¡Qué delicia la de tener una mujer tan ligera..., aunque nos haga ver, de vez en cuando, las estrellas! ¡Qué voluptuosidad la de pasarse los días entre las nubes la de pasarse las noches de un solo vuelo!
Después de conocer una mujer etérea, ¿puede brindarnos alguna clase de atractivos una mujer terrestre? ¿Verdad que no hay una diferencia sustancial entre vivir con una vaca o con una mujer que tenga las nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo?
Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender la seducción de una mujer pedestre, y por más empeño que ponga en concebirlo, no me es posible ni tan siquiera imaginar que pueda hacerse el amor más que volando.



6


Mis nervios desafinan con la misma frecuencia que mis primas. Si por casualidad, cuando me acuesto, dejo de atarme a los barrotes de la cama, a los quince minutos me despierto, indefectiblemente, sobre el techo de mi ropero. En ese cuarto de hora, sin embargo, he tenido tiempo de estrangular a mis hermanos, de arrojarme a algún precipicio y de quedar colgado de las ramas de un espinillo.
Mi digestión inventa una cantidad de crustáceos, que se entretienen en perforarme el intestino. Desde la infancia, necesito que me desabrochen los tiradores, antes de sentarme en alguna parte, y es rarísimo que pueda sonarme la nariz sin encontrar en el pañuelo un cadáver de cucaracha.
Todavía, cuando llovizna, me duele la pierna que me amputaron hace tres años. Mi riñón derecho es un maní. Mi riñón izquierdo se encuentra en el museo de la Facultad de Medicina. Soy poliglota y tartamudo. He perdido, a la lotería, hasta las uñas de los pies, y en el instante de firmar mi acta matrimonial, me di cuenta que me había casado con una cacatúa.
Las márgenes de los libros no son capaces de encauzar mi aburrimiento y mi dolor. Hasta las ideas más optimistas toman un coche fúnebre para pasearse por mi cerebro. Me repugna el bostezo de las camas deshechas, no siento ninguna propensión por empollarle los senos a las mujeres y me enferma que los boticarios se equivoquen con tan poca frecuencia en los preparados de estricnina.
En estas condiciones, creo sinceramente que lo mejor es tragarse una cápsula de dinamita y encender, con toda tranquilidad, un cigarrillo.

7


¡Todo era amor... amor! No había nada más que amor. En todas partes se encontraba amor. No se podía hablar más que de amor.
Amor pasado por agua, a la vainilla, amor al portador, amor a plazos. Amor analizable, analizado. Amor ultramarino. Amor ecuestre.
Amor de cartón piedra, amor con leche... lleno de prevenciones, de preventivos; lleno de cortocircuitos, de cortapisas.
Amor con una gran M, con una M mayúscula, chorreado de merengue, cubierto de flores blancas...
Amor espermatozoico, esperantista. Amor desinfectado, amor untuoso...
Amor con sus accesorios, con sus repuestos; con sus faltas de puntualidad, de ortografía; con sus interrupciones cardíacas y telefónicas.
Amor que incendia el corazón de los orangutanes, de los bomberos. Amor que exalta el canto de las ranas bajo las ramas, que arranca los botones de los botines, que se alimenta de encelo y de ensalada.
Amor impostergable y amor impuesto. Amor, incandescente -y amor incauto. Amor indeformable. Amor desnudo. Amor-amor que es, simplemente, amor. Amor y amor... ¡y nada más que amor!


8


Yo no tengo una personalidad; yo soy un cocktail, un conglomerado, una manifestación de personalidades.
En mí, la personalidad es una especie de furunculosis anímica en estado crónico de erupción; no pasa media hora sin que me nazca una nueva personalidad.
Desde que estoy conmigo mismo, es tal la aglomeración de las que me rodean, que mi casa parece el consultorio de una quiromántica de moda. Hay personalidades en todas partes: en el vestíbulo, en el corredor, en la cocina, hasta en el W. C.
¡Imposible lograr un momento de tregua, de descanso! ¡Imposible saber cuál es la verdadera!
Aunque me veo forzado a convivir en la promiscuidad más absoluta con todas ellas, no me convenzo de que me pertenezcan.
¿Qué clase de contacto pueden tener conmigo —me pregunto— todas estas personalidades inconfesables, que harían ruborizar a un carnicero? ¿Habré de permitir que se me identifique, por ejemplo, con este pederasta marchito que no tuvo ni el coraje de realizarse, o con este cretinoide cuya sonrisa es capaz de congelar una locomotora?
El hecho de que se hospeden en mi cuerpo es suficiente, sin embargo, para enfermarse de indignación. Ya que no puedo ignorar su existencia, quisiera obligarlas a que se oculten en los repliegues más profundos de mi cerebro. Pero son de una petulancia... de un egoísmo... de una falta de tacto...
Hasta las personalidades más insignificantes se dan unos aires de trasatlántico. Todas, sin ninguna clase de excepción, se consideran con derecho a manifestar un desprecio olímpico por las otras, y naturalmente, hay peleas, conflictos de toda especie, discusiones que no terminan nunca. En vez de contemporizar, ya que tienen que vivir juntas, ¡pues no señor!, cada una pretende imponer su voluntad, sin tomar en cuenta las opiniones y los gustos de las demás. Si alguna tiene una ocurrencia, que me hace reír a carcajadas, en el acto sale cualquier otra, proponiéndome un paseíto al cementerio. Ni bien aquélla desea que me acueste con todas las mujeres de la ciudad, ésta se empeña en demostrarme las ventajas de la abstinencia, y mientras una abusa de la noche y no me deja dormir hasta la madrugada, la otra me despierta con el amanecer y exige que me levante junto con las gallinas.
Mi vida resulta así una preñez de posibilidades que no se realizan nunca, una explosión de fuerzas encontradas que se entrechocan y se destruyen mutuamente. El hecho de tomar la menor determinación me cuesta un tal cúmulo de dificultades, antes de cometer el acto más insignificante necesito poner tantas personalidades de acuerdo, que prefiero renunciar a cualquier cosa y esperar que se extenúen discutiendo lo que han de hacer con mi persona, para tener, al menos, la satisfacción de mandarlas a todas juntas a la mierda.

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