Otro cuento del profe

LA JORGELINA

Los hombres se habían marchado ya a la ciudad, por eso el ataúd lo llevan sólo mujeres. Tienen una pena pequeña, como una mueca de muñeco viejo en los ojos gigantes y crispados de derrames. Van lento, pero más por tradición que por el peso del cajón que es de una madera casi tan delgada como la piel gris y arenosa que ya nos cubre a todas. Sólo mujeres quedamos en el pueblo desde que no hay qué comer. Muchos se fueron diciendo que ya pronto nos sacarían, que se iban por la seca; pero que era cosa de unos días, que el tiempo de las fiestas en la plaza volvería con los colores y los fuegos artificiales y el olor de las fritangas que lo invadía todo y los muñecotes de mazapán y almíbares chorreando. Pero la tierra seca se abre en grietas y el olor a muerte lo va cubriendo todo. La Jorgelina se fue anoche, pero no con los hombres. Dijo el cura que la llamó Dios a su casa en la que tiene habitaciones para todos y yo pensé que lo grande que sería una casa así y que, allí, no debería de faltar qué echar a las tripas que suenan y resuenan melancólicas, puro jugo juguetón que salta y revienta en las paredes del vientre que crece y crece. La Teresa dice que parecemos gatos que ronronean todo el día -y la noche- por el ruido que hacen nuestras entrañas, pero ya ni gatos quedan casi como para comparar. Se los habrán comido los perros, que por comer comen cualquier cosa: tierra, pasto, estiércol. Sin ir más lejos si no, miren al Sombras que se murió de puro tragón. Dice mi madre que hubo que sacrificarlo; yo no lo vi -para no tener pesadillas- ni sé en dónde lo enterraron, pero si sé que eso fue lo último que hizo Padre. Esa mismita noche dijo que se iba, que lo esperemos, que aquí ya no se podía seguir así. Pobre Padre, ni un trago de alcohol para empedarse y olvidar tanta amargura. Que dura es la tierra que devuelve los golpes tremendos de la pala que rebota en el desánimo mientras la Jorgelina espera en su cajita en medio del polvo y el sol. Dice La Gringa que ni gusanos quedan y que los muertos llenos de polvo se quedarán chupaditos, sequitos, enjutos, bajo la tierra. Cuando me quiere hacer entrar el miedo dice que se van a levantar una de estas noches y que van a salir por el pueblo con su paso de bolsa de huesos y que ahí va a haber que correr, porque ni milicada queda para que los corra a garrotazos. El Alcalde se fue en el carro levantando el humo del camino y abrió la vena de la ruta para que el pueblo se desangre de gente. Dio un discurso y hubo banda con canciones y pañuelos al viento y los hombres sonrieron de lado y las mujeres molieron el maíz de las gallinas para hacer tortas y nos amanecimos soñando que paraba esta seca, pero no. Nadie supo más de él, los que se fueron a buscarlo tampoco volvieron -como si la ruta se tragará la gente- y ya nadie más entró al pueblo. El hambre nos volvió malditas, como fantasmas en vida. El hambre nos robó hasta los sueños. Han visto a María “La Chica” que anda como loca repitiendo recetas de cocina, carneando chanchos imaginarios, hirviéndose en los caldos de su pobreza. Dice madre que se le pone el cerebro chiquito como una pasita de uva y yo pienso en lo raro que es el hambre que a unos les ataca así y a mí me hincha el vientre como cabra preñada. Padre, primero, pensó que estaba llena y me regó de cardenales porque pensó que había andado con el Anselmo en algún rincón. Pero no, que va, si ni tetitas tengo. Venían asomando, pero con la seca se pusieron como el cerebro de la María “La Chica”, arruinaditas. Por una parte mejor, porque lo que es la Mecha sí que la pasa mal. Cuando se hace de noche no hay modo de que lo haga entrar en razones a su crío que muerde y muerde los pechos, alguna vez inmensos y ahora secos, y ella aguanta hasta que no puede más y empiezan los gritos que alejan hasta a un lobo o despiertan a un muerto. ¡Ay señor! No vaya a ser que esta noche la escuche la Jorgelina que –pobre- tuvo que irse así, sin ningún hombre que le sostenga la manija a su cajón. Qué ha de hacer si llega a la casa de Dios y allí tampoco hay qué comer, con el atraso de hambre que lleva. Dicen que tenía los ojos tristes en medio de dos huecos profundos y Madre por eso no me dejó verla, para que no sueñe feo. Pobre Madre ella no sabe que ya ni sé cuando se duerme y cuando se está una despierta. Debe de ser este dolor que sube desde mi vientre hinchado. Habré comido algún yuyo malo. Espero no morirme porque por ahí Dios piensa que lo hice a propósito. El cura dijo que no vale hacer trampa, que no vale morirse a propósito porque si no uno se va a la casa del Diablo y yo creo que el problema es que ahí sí que no debe de haber nada qué comer y no quiero ni pensar lo que será no comer para nunca jamás. Pero, igual, yo no lo entiendo del todo al señor cura, por qué no agarra una manija del cajón de la Jorgelina… viendo que faltan los hombres. Antes una sabía los horarios del día por la vuelta de los hombres a las casas, primero al mediodía, después entrada la tardecita. ¿Será ya el mediodía? Los hombres ya no vuelven. Me pregunto si nadie vuelve porque se terminó la comida en todo el mismísimo mundo, si la seca les llegó a todos. No se entiende. Si en la ciudad están con algo qué comer, los hombres deberían de venir para acá, no se pueden haber olvidado de nosotras. Hay cosas que no se pueden olvidar. Yo trato de olvidarme de comer pero la puntada vuelve y vuelve y una se acuerda y se acuerda, todo el tiempo. Por más que se espere así mansamente, como en duermevela, como lo hacen los cuervos que nos dan la única sombra desde las ramas áridas, una se acuerda. Si por lo menos pasara un poco el calor, si llegara una nube o una sombra desde el camino que lleva a la ruta sería todo menos triste. Cada día lo entiendo más al Sombras, dan hasta ganas de entrarle a la tierra porque la verdad es que yo no sé cuanto más aguantaré sin probar un bocado. Tan mala no debe ser, pero sé que es pecado porque en definitiva, también lo dijo el señor Cura: “en polvo nos convertiremos”. No vaya a ser que me termine comiendo a la Jorgelina, pobrecita, a quien le toca irse ahora, justo ahora, cuando no hay ni un hombre que agarre las manijas de su cajón.

Sergio García

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